Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las últimas catequesis, hemos tratado de sacar a la luz la naturaleza y la belleza de la Iglesia,
y nos hemos preguntado qué comporta para cada uno de nosotros el ser
parte de este pueblo, pueblo de Dios, que es la Iglesia. Pero no debemos
olvidar que hay tantos hermanos, que comparten con nosotros la fe en
Cristo, pero que pertenecen a otras confesiones o a tradiciones
diferentes de la nuestra.
Muchos se han resignado a esta división – también dentro de nuestra
Iglesia católica se han resignado - que en el curso de la historia, a
menudo ha sido causa de conflictos y de sufrimientos: ¡también de
guerras eh! ¡Esta es una vergüenza! También hoy las relaciones no son
siempre marcadas por el respeto y la cordialidad.
Pero, me pregunto: ¿nosotros, cómo nos presentamos de frente a todo
esto? ¿También nosotros estamos resignados o somos incluso indiferentes a
esta división? ¿O más bien creemos firmemente que se puede y se debe
caminar en la dirección de la reconciliación y de la plena comunión? La
plena comunión, es decir, poder participar todos juntos en el cuerpo y
la sangre de Cristo.
La división entre cristianos, mientras hieren a la Iglesia, hieren a
Cristo y nosotros divididos herimos a Cristo: la Iglesia, en efecto, es
el cuerpo del cual Cristo es la cabeza. Sabemos bien cuánto deseaba
Jesús que sus discípulos permanecieran unidos en su amor.
Es suficiente pensar en sus palabras referidas en el capítulo décimo
séptimo del Evangelio de Juan, la oración dirigida al Padre en la
inminencia de la pasión: “Padre santo, cuida en tu nombre a los que me
diste, para que sean uno como nosotros” (Jn, 17,11). Ésta unidad estaba
ya amenazada mientras Jesús estaba todavía entre los suyos: en el
Evangelio, en efecto, se recuerda que los apóstoles discutían entre
ellos sobre quién fuera el más grande, el más importante (cfr Lc 9,46).
Pero el Señor, ha insistido tanto en la unidad en el nombre del Padre,
haciéndonos entender que nuestro anuncio y nuestro testimonio serán más
creíbles cuánto más nosotros, en primer lugar, seremos capaces de vivir
en comunión y de amarnos.
Es lo que sus apóstoles, con la gracia del Espíritu Santo, comprendieron
después profundamente y cuidaron, tanto que San Pablo llegará a
implorar la comunidad de Corinto con estas palabras: “Hermanos, en el
nombre de nuestro Señor Jesucristo, yo los exhorto a que se pongan de
acuerdo: que no haya divisiones entre ustedes y vivan en perfecta
armonía, teniendo la misma manera de pensar y de sentir” (1 Cor 1,10).
Durante su camino en la historia, la Iglesia es tentada por el maligno,
que trata de dividirla, y por desgracia se ha visto afectada por
separaciones graves y dolorosas. Son divisiones que a veces se han
prolongado en el tiempo, hasta hoy, por lo cual ahora resulta difícil
reconstruir todos los motivos y sobre todo, encontrar soluciones
posibles.
Las razones que llevaron a las fracturas y separaciones pueden ser muy
diferentes: desde las diferencias sobre principios dogmáticos y morales y
sobre concepciones teológicas y pastorales diversas, a los motivos
políticos y de conveniencia, hasta los enfrentamientos debidos a
antipatías y ambiciones personales... Los que es cierto es que, en un
modo o en el otro, detrás de estas laceraciones están siempre la
soberbia y el egoísmo, que son causa de todo desacuerdo y nos hacen
intolerantes, incapaces de escuchar y aceptar a aquellos que tienen una
visión o un posición diferente de la nuestra.
Ahora, de frente a todo esto, ¿hay algo que cada uno de nosotros, como
miembros de la santa madre Iglesia, podemos y debemos hacer?
Ciertamente, no debe faltar la oración, en continuidad y en comunión con
la de Jesús, la oración por la unidad de los cristianos.
Y junto con la oración, el Señor nos pide una renovada apertura: nos
pide no cerrarnos al diálogo y al encuentro, sino captar todo aquello
que de válido y positivo se nos ofrece también por quienes piensan
diferente de nosotros o se ponen en una diferente posición. Nos pide no
fijar la mirada en lo que nos divide, sino más bien en lo que nos une,
tratando de conocer mejor y amar a Jesús y compartir la riqueza de su
amor.
Y esto conlleva concretamente la adhesión a la verdad, junto con la capacidad de perdonarse, de sentirse parte de la misma familia cristiana, de considerarse el uno un don para el otro y hacer juntos muchas cosas buenas, y obras de caridad.
Es un dolor, pero hay divisiones, hay cristianos divididos, nos hemos dividido entre nosotros.
Pero todos tenemos algo en común: todos creemos en Jesucristo el Señor,
todos creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y en
tercer lugar, todos caminamos juntos, estamos en camino. ¡Ayudémonos los
unos a los otros! Tú piensas así, tú así…Pero, en todas las comunidades
hay buenos teólogos: que ellos discutan, que ellos busquen la verdad
teológica, porque es un deber; pero nosotros caminemos juntos, rezando
los unos por los otros, y haciendo las obras de caridad. Y así hacemos
la comunión en camino, esto se llama: ecumenismo espiritual. Caminar el
camino de la vida todos juntos en nuestra fe, en Jesucristo nuestro Señor.
Se dice que no debe hablarse de cosas personales, pero, no resisto a la
tentación…Estamos hablando de comunión, comunión entre nosotros, y hoy,
estoy muy agradecido al Señor, porque hoy ¡hace 70 años que hice la
Primera Comunión! Pero, hacer la Primera Comunión todos nosotros debemos
saber que significa entrar en comunión con los otros, en comunión con
los hermanos de nuestra iglesia, pero también en comunión con todos
aquellos que pertenecen a comunidades diferentes, pero creen en Jesús.
Agradezcamos al Señor, todos, por nuestro bautismo, agradezcamos al
Señor todos, por nuestra comunión, y para que esta comunión sea al final
una comunión de todos juntos.
Queridos amigos, ¡entonces vamos hacia adelante hacia la unidad plena!
La historia nos ha separado, pero estamos en camino hacia la
reconciliación y la comunión. Y esto es verdad, ¡esto tenemos que
defender! ¡Todos estamos en camino hacia la comunión!
Y cuando la meta nos pueda parecer demasiado lejana, casi inalcanzable, y
nos sintamos atrapados por el desaliento, nos anime la idea de que Dios
no puede cerrar su oído a la voz de su propio Hijo Jesús y no cumplir
con sus y nuestras oraciones, para que todos los cristianos sean
verdaderamente una sola cosa. Gracias.
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