miércoles, 11 de febrero de 2015

Audiencia General 11-2-2015 "VIRGEN DE LOURDES"

 
texto de la catequesis del Papa

Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Después de haber reflexionado sobre las figuras de la madre y del
padre, en esta catequesis sobre la familia quisiera hablar sobre el hijo
o, mejor, los hijos. Hago referencia a una bonita imagen de Isaías.
Escribe el profeta: “todos se han reunido y vienen hacia ti; tus hijos
llegan desde lejos y tus hijas son llevadas en brazos. Al ver esto,
estarás radiante, palpitará y se ensanchará tu corazón”. Es una imagen
espléndida, una imagen de la felicidad que se realiza en la unificación
entre padres e hijos, que caminan juntos hacia un futuro de libertad y
de paz, después de un largo tiempo de privación y de separación, como ha
sido ese tiempo, esa historia mientras estaban lejos de la patria.

De hecho, hay una estrecha unión entre la esperanza de un pueblo y
la armonía entre las generaciones. Pero esto debemos pensarlo bien. Hay
una unión estrecha entre la esperanza de un pueblo y la armonía entre
las generaciones. La alegría de los hijos hace palpitar los corazones
de los padres y reabre el futuro. Los hijos son la alegría de la familia
y de la sociedad. No son un problema de biología reproductiva, ni una
de tantas formas de realizar. Y mucho menos son una posesión de los
padres. No, no.
Los hijos son un don. Son un regalo. ¿Entendido? Los hijos son un
don. Cada uno es único e irrepetible, y al mismo tiempo
inconfundiblemente unido a sus raíces. Ser hijo e hija, de hecho, según
el diseño de Dios, significa llevar en sí la memoria y la esperanza de
una amor que se ha realizado a sí mismo encendiendo la vida de otro ser
humano, original y nuevo. Y para los padres cada hijo es uno mismo,
diferente e diverso.

Permítanme un recuerdo de familia. Yo recuerdo cuando a mi madre
decía, nosotros éramos cinco, y ella decía “yo tengo cinco hijos”, pero
“¿cuál es tu preferido?”, “yo tengo cinco hijos como cinco dedos. Si me
golpean este me hace daño, si me golpean este me hace daño, me hacen mal
los cinco. Todos son míos, pero todos diferentes como los dedos de una
mano. Y así es la familia, la diferencia de los hijos, pero todos hijos.

A un hijo se le ama, no porque sea guapo, porque sea así o asá,
porque es hijo. No porque piensa como yo o encarna mis deseos. Un hijo
es un hijo: una vida generada por nosotros pero destinada a él, a su
bien, al bien de la familia, de la sociedad, de la humanidad entera.
De aquí viene también la profundidad de la experiencia humana del
ser hijo e hija, que nos permite descubrir la dimensión más gratuita del
amor, que no termina nunca de sorprendernos. Es la belleza de ser
amados antes, los hijos son amados antes de que lleguen. Cuántas veces
me encuentro aquí a las madres que me enseñan el vientre y me piden la
bendición porque son amados estos niños antes de venir al mundo. Esto es
gratuidad, esto es amor. Son amados antes, como el amor de Dios, que
nos ama siempre antes.Son amados antes de haber hecho cualquier cosa para merecerlo, antes de saber hablar o pensar, incluso antes de venir al mundo.

Ser hijos es la condición fundamental para conocer el amor de Dios,
que es la fuente última de este auténtico milagro
. En el alma de cada
hijo, aún vulnerable, Dios pone el sello de este amor, que es la base de
su dignidad personal, una dignidad que nada ni nadie podrá destruir.

Hoy parece más difícil para los hijos imaginar su futuro. Los padres
-lo indicaba en las catequesis precedentes- han hecho quizá un paso
hacia atrás y los hijos se han convertido en más inciertos al dar sus
pasos hacia adelante. Podemos aprender la buena relación entre las
generaciones de nuestro Padre celeste, que nos deja libre a cada uno de
nosotros pero nunca nos deja solos. Y si nos equivocamos, continúa
siguiéndonos con paciencia sin disminuir su amor por nosotros. El Padre
celeste no da pasos atrás en su amor por nosotros, nunca, siempre va
adelante. Y si no puede ir adelante, nos espera pero nunca va atrás;
quiere que sus hijos sean valientes y den sus pasos adelante.

Los hijos, por su parte, no deben tener miedo al compromiso de
construir un mundo nuevo: ¡es justo para ellos desear que sea mejor que
el que han recibido! Pero esto se hace sin arrogancia, sin presunción.
De los hijos es necesario reconocer el valor, y a los padres se les debe
honrar siempre.

El cuarto mandamiento pide a los hijos -¡y todos lo somos!- honrar
al padre y a la madre. Este mandamiento viene justo después de los que
se refieren a Dios. Después de los tres mandamientos que se refieren a
Dios, viene este cuarto. De hecho contiene algo de sagrado, algo que
está en la raíz de cualquier otro tipo de respeto entre los hombres. En
la formulación bíblica del cuarto mandamiento se añade: “para que se
alarguen tus días en el país que el Señor tu Dios te da”. La unión
virtuosa entre las generaciones es garantía de futuro, y es garantía de
una historia realmente humana. Una sociedad de hijos que no honran a los
padres es una sociedad sin honor, cuando no se honra a los padres se
pierde el propio honor.

Es una sociedad destinada a llenarse de jóvenes ávidos y codiciosos.
Pero, también una sociedad avara de generación, que no ama rodearse de
hijos, que los considera sobre todo un preocupación, un peso, un riesgo,
es una sociedad deprimida. Pensemos en muchas sociedades que conocemos
aquí en Europa, son sociedades deprimidas porque no quieren hijos, no
tienen hijos, el nivel de nacimiento no llega al 1 por cierto. ¿Por qué?
Cada uno que lo piense y responda.


Si se mira una familia generosa de hijos como si fuera un peso, hay
algo que no va bien. La generación de los hijos debe ser responsable,
como enseña también la Encíclica Humanae vitae del beato Papa Pablo VI,
pero tener más hijos no se puede convertir automáticamente en una
elección irresponsable. Es más, no tener hijos es una elección egoísta.
La vida rejuvenece y adquiere energías multiplicándose: ¡se enriquece,
no se empobrece! Los hijos aprenden a hacerse cargo de su familia,
maduran en el compartir sus sacrificios, crecen apreciando sus dones. La
experiencia feliz de la fraternidad anima al respeto y el cuidado de
los padres, a quienes debemos nuestro reconocimiento.

Muchos de ustedes aquí tienen hijos. Y todos somos hijos. Hagamos
algo, un minuto, no nos alargamos mucho. Cada uno piense en su corazón
en sus hijos, si los tiene. Piense en silencio. Y todos pensamos en
nuestros padres, y damos gracias a Dios por el don de la vida. En
silencio, los que tienen hijos que piensen en ellos y todos pensamos en
nuestros padres. (Momentos de silencio) Que el Señor bendiga a nuestros
padres y bendiga a vuestros hijos.

Jesús, el Hijo eterno, hecho hijo en el tiempo, nos ayude a
encontrar el camino de una nueva irradiación de este experiencia humana
así de simple y así de grande que es ser hijos. En el multiplicarse de
las generaciones hay un misterio de enriquecimiento de la vida de todos,
que viene del mismo Dios. Debemos redescubrirlo, desafiando al
prejuicio; y vivirlo, en la fe, en perfecta alegría.

Y les digo qué lindo es, cuando paso entre ustedes, y veo a los
padres y las madres que alzan a sus hijos para ser bendecidos. Este es
un gesto casi divino. Gracias por hacerlo.+

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