«Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5). Es
una gran alegría para mí celebrar el domingo del Santo Niño con
vosotros. La imagen del Santo Niño Jesús acompañó desde el principio la
difusión del Evangelio en este país. Vestido como un rey, coronado y
sosteniendo en sus manos el cetro, el globo y la cruz,
nos recuerda continuamente la relación entre el Reino de Dios y el
misterio de la infancia espiritual. Nos lo dice el Evangelio de hoy:
«Quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,15).
El Santo Niño sigue anunciándonos que la luz de la gracia de Dios ha
brillado sobre un mundo que habitaba en la oscuridad, trayendo la Buena
Nueva de nuestra liberación de la esclavitud y guiándonos por los
caminos de la paz, el derecho y la justicia. Nos recuerda también que
estamos llamados a extender el Reino de Cristo por todo el mundo.
En estos días, durante mi visita, he escuchado la canción: «Todos somos
hijos de Dios». Esto es lo que el Santo Niño nos dice. Nos recuerda
nuestra identidad más profunda. Todos somos hijos de Dios, miembros de
la familia de
Dios. Hoy san Pablo nos ha dicho que hemos sido hechos hijos adoptivos
de Dios, hermanos y hermanas en Cristo. Eso es lo que somos. Ésa es
nuestra identidad. Hemos visto una hermosa expresión de esto cuando los
filipinos se volcaron con nuestros hermanos y hermanas afectados por el
tifón.
El Apóstol nos dice que gracias a la elección de Dios hemos sido
abundantemente bendecidos. Dios «nos ha bendecido en Cristo con toda
clase de bendiciones espirituales en los cielos» (Ef 1, 3).
Estas palabras tienen una resonancia especial en Filipinas, ya que es el
principal país católico de Asia; esto ya es un don especial de Dios,
una bendición. Pero es también una vocación. Los filipinos están
llamados a ser grandes misioneros de la fe en Asia.
Dios nos ha escogido y bendecido con un propósito: «Para que fuésemos santos e irreprochables en su presencia» (Ef 1,4).
Nos eligió a cada uno de nosotros para ser testigos de su verdad y su
justicia en este mundo. Creó el mundo como un hermoso jardín y nos pidió
que cuidáramos de él. Pero, con el pecado, el hombre desfiguró aquella
belleza natural; destruyó también la unidad y la belleza de nuestra
familia humana, dando lugar a estructuras sociales que perpetúan la
pobreza, la falta de educación y la corrupción.
A veces, cuando vemos los problemas, las dificultades y las injusticias
que nos rodean, sentimos la tentación de resignarnos. Parece como si
las promesas del Evangelio no se fueran a cumplir; que fueran irreales.
Pero la Biblia nos dice que la gran amenaza para el plan de Dios sobre nosotros es, y siempre ha sido, la mentira.
El diablo es el padre de la mentira. A menudo esconde sus engaños bajo
la apariencia de la sofisticación, de la fascinación por ser «moderno»,
«como todo el mundo». Nos distrae con el señuelo de placeres efímeros,
de pasatiempos superficiales. Y así malgastamos los dones que Dios nos
ha dado jugando con artilugios triviales; malgastamos nuestro dinero en
el juego y la bebida; nos encerramos en nosotros mismos. Y no nos
centramos en las cosas que realmente importan, de seguir siendo en el
fondo hijos de Dios.
Como nos enseña el Señor, los niños tienen su propia sabiduría, que no
es la sabiduría del mundo. Por eso el mensaje del Santo Niño es tan
importante. Nos habla poderosamente al corazón de cada uno de nosotros.
Nos recuerda nuestra identidad más profunda, que estamos llamados a ser
la familia de Dios.
El Santo Niño nos recuerda también que hay que proteger esta identidad.
El Niño Jesús es el protector de este gran país. Cuando vino al mundo,
su propia vida estuvo
amenazada por un rey corrupto. Jesús mismo tuvo que ser protegido. Tenía
un protector en la tierra: San José. Tenía una familia humana, la Sagrada Familia de Nazaret.
Así nos recuerda la importancia de proteger a nuestras familias, y las familias más amplias como son la Iglesia,
familia de Dios, y el mundo, nuestra familia humana. Lamentablemente,
en nuestros días, la familia con demasiada frecuencia necesita ser
protegida de los ataques y programas insidiosos, contrarios a todo lo
que consideramos verdadero y sagrado, a lo más hermoso y noble de
nuestra cultura.
En el Evangelio, Jesús acoge a los niños, los abraza y bendice. También
nosotros necesitamos proteger, guiar y alentar a nuestros jóvenes,
ayudándoles a construir una sociedad digna de su gran patrimonio
espiritual y cultural. En concreto, tenemos que ver a cada niño como un
regalo que acoger, querer y proteger. Y tenemos que cuidar a nuestros
jóvenes, no permitiendo que les roben la esperanza y queden condenados a
vivir en la calle.
Un niño frágil, que necesitaba ser protegido, trajo la bondad, la
misericordia y la justicia de Dios al mundo. Se enfrentó a la falta de
honradez y la corrupción, que son herencia del pecado, y triunfó sobre
ellos por el poder de su cruz.
Ahora, al final de mi visita a Filipinas, os encomiendo a él, a Jesús
que vino a nosotros niño. Que conceda a todo el amado pueblo de este
país que trabaje unido, protegiéndose unos a otros, comenzando por
vuestras familias y comunidades, para construir un mundo de justicia,
integridad y paz. Que el Santo Niño siga bendiciendo a Filipinas y
sostenga a los cristianos de esta gran nación en su vocación a ser
testigos y misioneros de la alegría del Evangelio, en Asia y en el mundo
entero.
Por favor, recen por mí. Que Dios los bendiga.
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