Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buen año!
En este primer día del año, en el clima gozoso, si bien frío, de la Navidad, la Iglesia
nos invita a fijar nuestra mirada de fe y de amor en la Madre de Jesús.
En Ella, humilde mujer de Nazaret, “la Palabra se hizo carne y habitó
entre nosotros”. Por eso es imposible separar la contemplación de Jesús,
la Palabra de la vida que se ha hecho visible y tangible, de la contemplación de María, que le ha dado su amor y su carne humana.
Hoy escuchamos las palabras del apóstol Pablo: “Dios envió a su Hijo,
nacido de una mujer” (Gal 4,4). Aquel “nacido de una mujer” habla de
manera esencial y por esto aún más fuerte de la verdadera humanidad del
Hijo de Dios. Como afirma un Padre de la Iglesia, San Atanasio: “Nuestro
Salvador fue verdaderamente hombre y de él vino la salvación de toda la
humanidad”.
Pero San Pablo añade también: “Nacido bajo la ley”. Con esta expresión
subraya que Cristo ha asumido la condición humana liberándola de la
cerrada mentalidad legalista, insoportable. En efecto, la ley, privada
de la gracia, se vuelve un yugo insoportable, y en lugar de hacernos
bien, nos hace mal. Pero Jesús decía: “el sábado ha sido hecho para el
hombre, no el hombre para el sábado”. He aquí entonces la finalidad por
la que Dios envía a su Hijo a la tierra a hacerse hombre: una finalidad
de liberación, es más, de regeneración. De liberación “para rescatar a
aquellos que estaban bajo la ley”; y el rescate se produjo con la muerte
de Cristo en la cruz.
Pero sobre todo de regeneración: “Para que recibiéramos la adopción de
hijos”. Incorporados en Él, los hombres llegan a ser realmente hijos de
Dios. Este pasaje estupendo se produce en nosotros con el Bautismo, que
nos injerta como miembros vivos en Cristo y nos inserta en su Iglesia.
Al inicio de un nuevo año nos hace bien recordar el día de nuestro
Bautismo: redescubramos el regalo recibido en aquel Sacramento que nos
ha regenerado a la vida nueva: la vida divina. Y esto a través de la
Madre Iglesia, que tiene como modelo a la Madre María. Gracias al
Bautismo hemos sido introducidos en la comunión con Dios y ya no estamos
a merced del mal y del pecado, sino que recibimos el amor, la ternura,
la misericordia del Padre celestial.
Les pregunto nuevamente: ¿Quién de ustedes recuerda el día en que ha
sido bautizado, recuerda la fecha de su bautismo? ¿Quién de ustedes la
recuerda? Levanten la mano. ¡Ah hay muchos, pero no tantos eh! Para
quienes no la recuerdan les daré una tarea para hacer en casa. Buscar
esa fecha y custodiarla bien en el corazón. También pueden pedir ayuda a
sus padres, a su padrino, a su madrina, a los tíos, a los abuelos…
Pero, ¿cuál fue el día en que yo he sido bautizado? Ese es un día de
fiesta. Hagan eso. Será muy bello para agradecer a Dios el don del
Bautismo.
Esta cercanía de Dios a nuestra existencia nos da la verdadera paz, la
paz, el don divino que queremos implorar especialmente hoy, Jornada
Mundial de la Paz. Yo leo ahí: “La paz es siempre posible”. ¡Siempre es
posible la paz! Debemos buscarla. Y allá: “La oración en la raíz de la
paz”. La oración es precisamente la raíz de la paz. La paz es siempre
posible. Y nuestra oración, está en la raíz de la paz. La oración hace
germinar la paz.
Hoy, Jornada Mundial de la Paz, “Ya no esclavos, sino hermanos”: he aquí
el Mensaje de esta Jornada. Porque las guerras nos hacen esclavos.
Siempre. Un mensaje que nos implica a todos. Todos estamos llamados a
combatir cualquier forma de esclavitud y a construir la fraternidad.
Todos, cada uno según su propia responsabilidad.
Y acuérdense bien: la paz es posible. Y en la raíz de la paz está siempre la oración. Recemos por la paz.
También existen esas bellas escuelas de paz, esas por la paz, debemos ir adelante con esta educación por la paz.
A María, Madre de Dios y Madre nuestra, le presentamos nuestros
propósitos de bien. A Ella le pedimos que extienda sobre nosotros, y
sobre todos los días del año nuevo, el manto de su materna protección:
“Santa Madre de Dios, no desprecies las súplicas de nosotros, que
estamos en la prueba, y líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y
bendita”.
E invito a todos ustedes, a saludar hoy a la Virgen como Madre de Dios. A
saludarla con aquel saludo: “Santa Madre de Dios”, como fue aclamada
por los fieles de la ciudad de Éfeso al inicio de la vida cristiana, del
cristianismo, cuando desde la otra parte de la entrada de la iglesia,
gritaban a sus pastores este saludo a la Virgen: “Santa Madre de Dios”.
Todos juntos, tres veces, fuerte, “Santa Madre de Dios”, “Santa Madre de
Dios”, “Santa Madre de Dios”.
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