Queridos hermanos y hermanas,
en los días pasados he realizado un viaje apostólico a Corea y hoy,
junto a vosotros, doy gracias al Señor por este gran don. He podido
visitar una Iglesia joven y dinámica, fundada en el testimonio de los
mártires y animada por el espíritu misionero, en un país donde se
encuentran antiguas culturas asiáticas y la perenne novedad del
Evangelio, se encuentran a las dos.
Deseo nuevamente expresar mi gratitud a los queridos hermanos obispos
de Corea, a la señora presidenta de la República, a las otras
autoridades y a todos aquellos que han colaborado con mi visita. El
significado de este viaje apostólico se puede condensar en tres
palabras: memoria, esperanza, testimonio.
La República de Corea es un país que ha tenido un notable y rápido
desarrollo económico. Sus habitantes son grandes trabajadores,
disciplinados, ordenados, y deben mantener la fuerza hereditaria de sus
antepasados.
En esta situación, la Iglesia es custodia de la memoria y de la
esperanza: es una familia espiritual en la que los adultos transmiten a
los jóvenes la antorcha de la fe recibida por los ancianos; la memoria
de los testigos del pasado se convierte en nuevo testimonio en el
presente y esperaza de futuro. En esta perspectiva se pueden leer los
dos eventos principales de este viaje: la beatificación de 124 mártires
coreanos, que se añaden a los que ya canonizó hace 30 años san Juan
Pablo II; y el encuentro con los jóvenes, en ocasión de la Sexta Jornada
Asiática de la Juventud.
El joven es siempre una persona buscando algo por lo que valga la
pena vivir, y el mártir da testimonio de algo. Es más, de Alguno por el
que vale la pena dar la vida. Esta realidad es el amor, es Dios que ha
tomado carne en Jesús, el Testigo del Padre. En los dos momentos del
viaje dedicados a los jóvenes, el Espíritu del Señor Resucitado nos ha
llenado de alegría y de esperanza, ¡que los jóvenes llevarán en sus
diferentes países y que harán tanto bien!
La Iglesia en Corea custodia también la memoria del rol primario que
tuvieron los laicos ya sean en los albores de la fe, como en la obra de
evangelización. En esta tierra, de hecho, la comunidad cristiana no ha
sido fundada por misioneros, sino de un grupo de jóvenes coreanos de la
segunda mitad del 1700, quienes quedaron fascinados por algunos textos
cristianos, los estudiaron a fondo y lo eligieron como regla de vida.
Uno de ellos fue enviado a Pekín para recibir el Bautismo y después,
este laico, bautizó a su vez a sus compañeros. De ese primer núcleo se
desarrolló una gran comunidad, que desde el inicio y durante casi un
siglo sufrió violentas persecuciones, con miles de mártires. Por tanto,
la Iglesia en Corea está fundada en la fe, en el compromiso misionero y
el martirio de los fieles laicos.
Los primeros cristianos coreanos tomaron como modelo a la comunidad
apostólica de Jerusalén, practicando el amor fraterno que supera
cualquier diferencia social. Por eso he animado a los cristianos de hoy a
que sean generosos en el compartir con los más pobres y los excluidos,
según el Evangelio de Mateo en el capítulo 25: "Todo lo que habéis hecho
a uno de estos mis hermanos pequeños, me lo habéis hecho a mí".
Queridos hermanos, en la historia de la fe que se desarrolla en Corea
se ve como Cristo no anula las culturas, Cristo no anula las culturas,
no suprime el camino de los pueblos que atraviesan los siglos y los
milenios buscando la verdad y practican el amor por Dios al prójimo.
Cristo no elimina lo que es bueno, sino que lo lleva adelante, a
cumplimiento.
Lo que sin embargo combate Cristo y derrota es al maligno, que
siembra cizaña entre hombre y hombre, entre pueblo y pueblo; que genera
exclusión a causa de la idolatría del dinero; que siembra el veneno de
la nada en los corazones de los jóvenes. Esto sí, Jesucristo lo ha
combatido y lo ha vencido con su sacrificio de amor. Y si permanecemos
en Él, en su amor, también nosotros, como mártires, podemos vivir y dar
testimonio de su victoria. Con esta fe hemos rezado, y también ahora
rezamos para que todos los hijos de la tierra coreana, que sufren las
consecuencias de guerras y divisiones, puedan cumplir un camino de
fraternidad y reconciliación.
Este viaje ha sido iluminado por la fiesta de la Asunción de María.
Desde lo alto, donde reina con Cristo, la Madre de la Iglesia acompaña
el camino del pueblo de Dios, sostiene en los momentos de mayor
cansancio, conforta a cuantos están en la prueba y tiene abierto el
horizonte de la esperanza. Por su materna intercesión, el Señor bendiga
siempre al pueblo coreano, les done paz y prosperidad; y bendiga la
Iglesia que vive en esa tierra, para que sea siempre fecunda y llena de
la alegría del Evangelio.
Gracias.
Traducido por Rocío Lancho García
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