Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La fiesta de Pentecostés conmemora la efusión del Espíritu Santo sobre
los Apóstoles reunidos en el Cenáculo. Como la Pascua, es un evento
acaecido durante la preexistente fiesta hebraica, y que lleva a un
cumplimiento sorprendente.
El libro de los Hechos de los Apóstoles describe los signos y los frutos
de aquella extraordinaria efusión: el viento fuerte y las llamas de
fuego; el miedo desaparece y deja lugar al coraje; las lenguas se
desatan y todos comprenden el anuncio. Donde llega el Espíritu de Dios,
todo renace y se transfigura. El evento de Pentecostés marca el
nacimiento de la Iglesia y su manifestación pública; y nos llaman la
atención dos características: es una Iglesia que sorprende y turba.
Un elemento fundamental de Pentecostés es la sorpresa. Nuestro Dios es
el Dios de las sorpresas, lo sabemos. Nadie se esperaba algo más de los
discípulos: después de la muerte de Jesús eran un grupito
insignificante, unos vencidos huérfanos de su Maestro. En cambio, se
verifica un evento inesperado que suscita maravilla: la gente permanece
turbada porque cada uno oía a los discípulos hablar en su propia lengua,
relatando las grandes obras de Dios (cfr. Hch 2,6-7.11). La Iglesia que nace en Pentecostés es una comunidad que suscita estupor
porque, con la fuerza que le viene de Dios, anuncia un mensaje nuevo –
la Resurrección de Cristo con un lenguaje nuevo – el universal del amor.
Un anuncio nuevo: Cristo está vivo, ha resucitado; un lenguaje nuevo:
el lenguaje del amor. Los discípulos están revestidos de poder desde lo
alto y hablan con coraje – pocos minutos antes habían sido cobardes,
pero ahora hablan con coraje – y franqueza, con la libertad del Espíritu
Santo.
Así está llamada a ser siempre la Iglesia: capaz de sorprender
anunciando a todos que Jesús, el Cristo ha vencido la muerte, que los
brazos de Dios están siempre abiertos, que su paciencia está siempre
allí, esperándonos, para curarnos, para perdonarnos. Precisamente para
esta misión Jesús resucitado ha donado su Espíritu a la Iglesia.
Atención: si la Iglesia está viva, siempre debe sorprender. Es algo
propio de la Iglesia viva sorprender. Una Iglesia que no tenga la
capacidad de sorprender es una Iglesia débil, enferma, agonizante ¡y
debe ser ingresada en la sección de reanimación, cuanto antes!
Alguno, en Jerusalén, habría preferido que los discípulos de Jesús,
paralizados por el miedo, permanecieran encerrados en casa para no crear
confusión. También hoy tantos quieren esto de los cristianos. En
cambio, el Señor resucitado los impulsa a ir al mundo: «Como el Padre me
envió, también yo los envío» (Jn 20,21). La Iglesia de Pentecostés es
una Iglesia que no se resigna a ser innocua, demasiado “destilada”. ¡No,
no se resigna a esto! No quiere ser un elemento decorativo. Es una
Iglesia que no duda en salir fuera, a encontrar a la gente, para
anunciar el mensaje que le ha sido encomendado, incluso si ese mensaje
disturba o inquieta a las conciencias, incluso si ese mensaje trae, tal
vez, problemas y también a veces, nos trae el martirio. Ella nace una y
universal, con una identidad precisa, pero abierta, una Iglesia que
abraza al mundo pero no captura; lo deja libre, pero lo abraza como la
columnata de esta Plaza: dos brazos que se abren para acoger, pero que
no se cierran para retener. Nosotros los cristianos somos libres, ¡y la
Iglesia nos quiere libres!
No dirigimos a la Virgen María, que en aquella mañana de Pentecostés
estaba en el Cenáculo – y la Madre estaba con los hijos –. En Ella la
fuerza del Espíritu Santo verdaderamente ha realizado “cosas grandes”
(Lc 1,49). Ella misma lo había dicho. Que Ella, Madre del Redentor y
Madre de la Iglesia, obtenga con su intercesión una renovada efusión del
Espíritu de Dios sobre la Iglesia y sobre el mundo.
Después del rezo del Angelus:
Queridos hermanos y hermanas:
Saludo a todos ustedes, romanos y peregrinos: las familias, grupos parroquiales, asociaciones e individuos. En particular, saludo a los estudiantes de la diócesis de Valencia (España); a la peregrinación patrocinada por la congregación del Santísimo Crucifijo de la Victoria, a los niños de la primera comunión de Borgo a Buggiano (Pistoia), al grupo de apóstoles de la misericordia de Bitonto, joven Latina Scalo y a los participantes en los coches de rally "Ferrari".
Como sabeis, esta noche en el Vaticano, los presidentes de Israel y Palestina se unirá a mí y al patriarca ecuménico de Constantinopla, mi hermano Bartolomé, para invocar a Dios el don de la paz en Tierra Santa, en el Medio Oriente y en todo el mundo.
Me gustaría dar las gracias a todos aquellos que, personalmente y en comunidad, oran y están orando por este encuentro y se unirán espiritualmente a nuestra súplica. ¡Gracias!
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