En
la ciudad de Sumampa, Santiago del Estero, existe una capilla de
regulares dimensiones dedicada a la Santísima Virgen, bajo el título de
Nuestra Señora de la Consolación. Es una imagen vestida, de barro
cocido, de unos cuarenta centímetros de tamaño y que se venera sobre el
altar mayor. Está probado que fue fabricada a principios del siglo XVII,
en Brasil, cuyo talleres de imágenes gozaban por entonces de justa fama
y arribó al puerto de Buenos Aires a fines de Marzo de 1630, en una
embarcación cuyo piloto se llamaba Andrea Juan. Llegaba a pedido de un
vecino de Córdoba del Tucumán, hacendado en Sumampa, de origen
portugués, Farías, y que la había solicitado para una capilla que estaba
construyendo allí. La imagen efectivamente llegó a destino en uno de
los tantos transportes de carretas que, por el camino real "de los
Reinos de Arriba", unían el puerto de Santa María de los Buenos Aires
con el Tucumán y, desde entonces, se venera en el lugar.
La
que no llegó en cambio es una segunda imagen, bajo la advocación de la
Purísima Concepción, que los fabricantes habían enviado junto con la ya
mencionada, de la Madre de Dios, para que el comprador pudiera elegir
entre ambas la que más le gustara. Las dos embaladas cuidadosamente en
sendos cajones de madera.
Partida
la tropa de carretas a mediados de abril, desde la Plaza Mayor, por el
mencionado camino Real -después "General Quiroga", actualmente "Avda.
Rivadavia"- y a la velocidad promedio de cinco leguas por día, la
segunda jornada hacen noche en la estancia de Don Rosendo de Oramas, a
la altura del pueblo hoy llamado Villa Rosa, en el partido de Pilar, a
la vera del rio.
Los
detalles no se conocen con exactitud, pero parece que el carretón que
lleva las dos imágenes no se pone en movimiento hasta que no se descarga
una de las dos cajas, precisamente la que lleva la imagen de la
Inmaculada Concepción.
Rosendo
Oramas le construye entonces en el lugar una pequeña capilla. Un
documento algo posterior, del 1645, conservado en el Archivo General de
la Nación, escribe: "A las espaldas de la casa de los dueños de la
estancia existe una pequeña capilla, y en ella una hechura de Nuestra
Señora, de bulto, de barro, de altor de media vara." Y
ya en el año 1671 consta que eran frecuente allí las peregrinaciones de
los vecinos de Buenos Aires. Redactando una relación sobre los indios
pampas en 1673 el Cgo. Gregorio Suárez de Cordero, cura de la Catedral
de Buenos Aires dice: "me econtré con dos toldos de este gentío y lo
socorrí con bastimentos, yendo, agora dos años, a una romería de una
santa imagen de la Concepción, que dista diez leguas de esta ciudad".
Creciendo
la pequeña estatua en fama y en milagros y siendo la estancia de
Rosendo lugar incómodo para los peregrinos, una tal Doña Ana de Matos,
en 1682, le levanta más amplia capilla y mejor ubicada, donando de su
estancia los solares correspondientes, algunas leguas río arriba del
santuario primitivo. Allí también se traslada el célebre negro Manuel,
esclavo angolés que aún vivía y que había dedicado toda su vida, por
cesión de Rosendo, al cuidado de la Virgen.
Esa pues es la fecha exacta del nacimiento de la actual Villa de Luján.
Ya
en 1728 informa al Rey el obispo de Buenos Aires Pedro Fajardo: "A la
capilla de Luján concurren centenares de personas los días festivos a
oír misa, confesar y comulgar, como si fuera en una Ciudad" y, años más
tarde: "es muchísimo el concurso de gente al Santuario de Nuestra Señora
de Luján". En 1796 el naturalista Félix de Azara declara en sus
memorias de viaje: "La imagen de la Virgen de Luján se reputa milagrosa,
y por eso le hacen visitas y ofrendas millares de peregrinos de Buenos
Aires, Santa Fe y Tucumán".
La
forma del vestido con que se cubre la imagen de barro, según la
iconografía que se conserva y puede verse en parte en el Museo de Luján,
varía con el tiempo. Lo que no cambia son sus colores, los de la
Purísima Concepción, túnica blanca y manto celeste.
Allí
peregrinaron todos nuestros grandes hombres. Belgrano lo hacía todos
los años. Una de las primeras cosas que hace San Martín cuando
desembarca en América es ir a visitar a la virgen de Luján. Lo mismo
hace antes de partir a tomar el comando del ejército de los Andes y la
gobernación de Cuyo. Es desde entonces que, entre otras cosas, se
empiezan a sumar los sables militares que adornan como ofrendas las
paredes del santuario y se acumulan hoy en los depósitos de la Basílica.
Actualmente
los devotos que viajan o caminan a Luján adquieren allí medallas,
estampas y pequeñas imágenes para conservarlas en recuerdo de su
peregrinaje, pero en aquella época, la de la colonia, tales emblemas no
existían o eran muy difíciles de obtener. Lo que todos los romeros en
cambio conseguían eran las llamadas "medidas de la Virgen". Consistían
en dos cintas, de un largo, ambas, igual al de la altura de la imagen
-de allí su nombre- y una celeste y la otra blanca, como el manto y la
túnica.
Cuando
el hereje inglés, en 1806, al mando del mayor general Guillermo Carr,
vizconde de Beresford, toma posesión de Buenos Aires en nombre de su
Majestad Británica Jorge III con la complicidad de la masonería porteña
liderada por Rodríguez Peña y Castelli, mientras el fugitivo virrey
Marqués de Sobre Monte intenta reunir tropas en Córdoba y Ruiz Huidobro
en Montevideo, habiendo asumido la jefatura general el capitán de navío
don Santiago de Liniers y Brémond, don Juan Martín de Pueyrredón, de
ascendencia noble francesa, descendiente en rama segundona de los
landgraves o príncipes de Hesse-Cassel, se había ocupado de reclutar
voluntarios de caballería en la ciudad y campaña bonaerense,
concentrándolos en la Villa de Luján.
Durante
su permanencia allí los voluntarios se encomendaron a la Virgen y
obtuvieron del cura párroco Vicente Montes Carballo las cintas -las
"medidas de la Virgen"- que prendieron en sus pechos. El 31 de julio,
ante el inminente arribo de Liniers desde Montevideo, marcharon a los
Caseríos de Perdriel, donde, con la misma intención, el ingeniero
Sentenach había concentrado otro grupo de voluntarios. A todos ellos se
les unieron tropas regulares provenientes de la frontera del Salto. Como
las huestes de Pueyrredón carecían de uniforme, las cintas celestes y
blancas les sirvieron de distintivo.
El
primero de julio, Beresford, advertido por la masonería de este
agrupamiento, los atacó por sorpresa. Y este fue el primer combate en
que actuó una tropa de caballería totalmente argentina y lo hizo con los
colores de la Virgen. No les fue muy bien allí, pero reunidos luego en
San Isidro con las tropas de Liniers, actuaron bravamente en todas las
acciones hasta la rendición de los herejes.
Es
con estos voluntarios que Pueyrredón forma inmediatamente el primer
regimiento argentino, los "Húsares del Rey", conocidos con el nombre de
"Húsares de Pueyrredón", manteniendo en el nuevo uniforme las cintas
celeste y blanca. Son precisamente estos húsares, al mando luego de Don
Martín Rodríguez, los que siguiendo la orientación de Saavedra y
apoyados por los criollos, determinan el triunfo de mayo. El distintivo
celeste y blanco se convierte en la contraseña de la revolución, a pesar
del intento de los masones de imponer el color rojo.
Cuando
rompiendo el armisticio Gaspar de Vigodet envía una flota desde
Montevideo río arriba del Paraná, para abastecerse de víveres, el
Triunvirato ordena la construcción de fortificaciones en la ribera, y
nombra a Don Manuel Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano jefe de las
tropas enviadas para su resguardo. A dos de estas baterías, emplazadas
junto al Rosario, las guarnece con el regimiento de Patricios y como
éstos usaban escarapela roja, les ordena inmediatamente cambiarla por la
blanca y celeste. El 27 de Febrero de 1812 al inaugurar las baterías da
todavía un paso más: toma los colores de las medidas de la Virgen y los
enarbola como bandera, haciéndolos saludar con salvas de artillería.
Son
los mismos colores que, al año siguiente, bendecidos días antes en la
iglesia mayor de Jujuy, el 13 de Febrero, a siete días de la batalla de
Salta, hace jurar a sus tropas en el río Pasaje, llamado desde entonces
río del Juramento.
Cruzando
el asta con su espada, el general, todo el tiempo de pie en posición de
firme, hizo que el ejército desfilase y cada soldado, uno por uno, tres
mil hombres, besasen aquella cruz de acero y madera, empenachada con
los colores de la Dama, de la Señora, de aquella a la cual después de la
batalla de Tucumán había entregado solemnemente su bastón de mando y
proclamado Generala del Ejército.
Este
es el origen de nuestra bandera patria, cuyo día hemos celebrado el 20
de junio, fecha, en 1820, de la muerte de Belgrano -y que este año ha
servido poco más que para prolongar el ocio no tan merecido del fin de
semana largo-. Nos sirva a nosotros, en estos momentos de triunfo del
nuevo orden masónico mundial, para juramentarnos nuevamente en la
defensa de nuestra cristiana prosapia, frente al embate de la herejía y
del error, frente a la entrega y la traición, a la inmoralidad y la
corrupción, frente a aquellos que quieren desleír o vaciar de sentido
trascendente a nuestros colores patrios.
Que
nuestra Señora, confundiendo su ropaje con el del cielo, levante
nuestras miradas, haga alzar desafiantes nuestras frentes y nos apremie a
las osadas gestas. Que ella, la Reina, la Generala, madre de aquel Rey
que con su voz imperiosa detiene los huracanes y cercena las crestas
soberbias de las olas, acune y consuele a sus hijos de esta tierra en la
tibieza de su túnica y, bajo su manto verberando al viento, acaudille
nuestras batallas.
*se
No hay comentarios:
Publicar un comentario