Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Concluye hoy la lectura del capítulo sexto del Evangelio de Juan, con
el discurso sobre el Pan de la vida, pronunciado por Jesús, al día
siguiente del milagro de la multiplicación de los panes y peces.
Al final de este discurso, el gran entusiasmo del día anterior se
apagó, porque Jesús había dicho que era el Pan bajado del cielo y que
daba su carne como alimento y su sangre como bebida, aludiendo así
claramente al sacrificio de su misma vida. Estas palabras suscitaron
desilusión en la gente, que las juzgó indignas del Mesías, no
‘ganadoras’.
Así, algunos miraban a Jesús como a un mesías que debía hablar y actuar de modo que su misión tuviera éxito, ¡enseguida!
¡Pero, precisamente sobre esto se equivocaban: sobre el modo de entender la misión del Mesías!
Ni siquiera los discípulos logran aceptar ese lenguaje, lenguaje
inquietante del Maestro. Y el pasaje de hoy cuenta su malestar: “¡Es
duro este lenguaje! --decían-- ¿Quién puede escucharlo?”.
En realidad, ellos entendieron bien las palabras de Jesús. Tan bien
que no quieren escucharlo, porque es un discurso que pone en crisis su
mentalidad. Siempre las palabras de Jesús nos ponen en crisis; en
crisis, por ejemplo, ante el espíritu del mundo, a la mundanidad. Pero
Jesús ofrece la clave para superar la dificultad; una clave hecha con
tres elementos. Primero, su origen divino: Él ha bajado del cielo y
subirá allí donde estaba antes.
Segundo, sus palabras se pueden comprender solo a través de la acción
del Espíritu Santo, Aquel que “da la vida”. Y es precisamente el
Espíritu Santo el que nos hace comprender bien a Jesús.
Tercero: la verdadera causa de la incomprensión de sus palabras es la
falta de fe: “hay entre ustedes algunos que no creen”, dice Jesús. En
efecto, desde ese momento, dice el Evangelio, “muchos de sus discípulos
se alejaron de él y dejaron de acompañarlo”. Ante estas defecciones,
Jesús no hace descuentos y no atenúa sus palabras, aún más obliga a
realizar una opción precisa: o estar con Él o separarse de Él, y dice a
los Doce: “¿También ustedes quieren irse?”.
En ese momento, Pedro hace su confesión de fe en nombre de los otros
Apóstoles: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna”.
No dice: “¿dónde iremos?”, sino “¿a quién iremos?”. El problema de fondo
no es ir y abandonar la obra emprendida, sino a quién ir. De esa
pregunta de Pedro, nosotros comprendemos que la fidelidad a Dios es
cuestión de fidelidad a una persona, con la cual nos unimos para caminar
juntos por el mismo camino. Y esta persona es Jesús. Todo lo que
tenemos en el mundo no sacia nuestra hambre de infinito. ¡Tenemos
necesidad de Jesús, de estar con Él, de alimentarnos en su mesa, con sus
palabras de vida eterna!
Creer en Jesús significa hacer de Él el centro, el sentido de nuestra
vida. Cristo no es un elemento accesorio: es el “pan vivo”, el alimento
indispensable. Unirse a Él, en una verdadera relación de fe y de amor,
no significa estar encadenados, sino ser profundamente libres, siempre
en camino.
Cada uno de nosotros puede preguntarse, ahora: ¿Quién es Jesús para
mí? ¿Es un nombre, es una idea, es un personaje histórico solamente? O
es verdaderamente aquella persona que me ama, que ha dado su vida por mí
y camina conmigo. ¿Para ti quién es Jesús? ¿Estás con Jesús? ¿Intentas
conocerlo en su palabra? ¿Lees el Evangelio todos los días, un
pasaje del Evangelio, para conocer a Jesús? ¿Llevas el pequeño Evangelio
en el bolsillo, en el bolso, para leerlo, en todas partes? Porque
cuanto más estamos con Él, más crece el deseo de permanecer con él.
Ahora les pediré amablemente, hagamos un momentito de silencio y cada
uno de nosotros en silencio, en su corazón, se pregunte: ¿quién es Jesús
para mí? En silencio, cada uno responda, en su corazón: ¿quién es Jesús
para mí?
Que la Virgen María nos ayude a “ir” siempre a Jesús, para
experimentar la libertad que Él nos ofrece, y que nos consiente limpiar
nuestras opciones de las incrustaciones mundanas y también de los
miedos.
Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la oración mariana:
Angelus Domini nuntiavit Mariae...
Al concluir la plegaria, el Pontífice renovó su llamamiento para que se respeten los acuerdos de paz en Ucrania:
Queridos hermanos y hermanas,
Con preocupación, sigo el conflicto en Ucrania oriental, que se ha
agravado nuevamente en estas últimas semanas. Renuevo mi llamamiento
para que se respeten los acuerdos asumidos para alcanzar la
pacificación, y con la ayuda de las organizaciones y de las personas de
buena voluntad, se responda a la emergencia humanitaria en el país.
Que el Señor conceda la paz a Ucrania, que se prepara a celebrar,
mañana, la fiesta nacional. ¡Que la Virgen María interceda por nosotros!
A continuación llegó el turno de los saludos que tradicionalmente realiza el Santo Padre:
Saludo cordialmente a todos los peregrinos romanos y a los
procedentes de varios países, en particular a los nuevos seminaristas
del Pontificio Colegio Norteamericano, llegados a Roma para realizar los
estudios teológicos.
Saludo al grupo deportivo de San Giorgio su Legnano, a los fieles de
Luzzana y de Chioggia; a los chicos y los jóvenes de la diócesis de
Verona.
Y no se olviden, esta semana, deténganse cada día un momentito y
háganse la pregunta: “¿quién es Jesús para mí?”. Y cada uno responda en
su corazón. ¿Quién es Jesús para mí?
Como de costumbre, el papa Francisco concluyó su intervención diciendo:
A todos les deseo un buen domingo. Y por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
(Texto traducido y transcrito del audio por ZENIT)
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