Hoy voy a hablar de san Benito, fundador del monacato
occidental y también patrono de mi pontificado. Comienzo citando una
frase de san Gregorio Magno que, refiriéndose a san Benito, dice: «Este
hombre de Dios, que brilló sobre esta tierra con tantos milagros, no
resplandeció menos por la elocuencia con la que supo exponer su
doctrina» (Dial. II, 36). El gran Papa escribió estas palabras en
el año 592; el santo monje había muerto cincuenta años antes y todavía
seguía vivo en la memoria de la gente y sobre todo en la floreciente
Orden religiosa que fundó. San Benito de Nursia, con su vida y su obra,
ejerció una influencia fundamental en el desarrollo de la civilización y
de la cultura europea.
La fuente más importante sobre su vida es el segundo libro de los Diálogos de
san Gregorio Magno. No es una biografía en el sentido clásico. Según
las ideas de su época, san Gregorio quiso ilustrar mediante el ejemplo
de un hombre concreto —precisamente san Benito— la ascensión a las
cumbres de la contemplación, que puede realizar quien se abandona en
manos de Dios. Por tanto, nos presenta un modelo de vida humana como
ascensión hacia la cumbre de la perfección.
En el libro de los Diálogos, san Gregorio Magno
narra también muchos milagros realizados por el santo. También en este
caso no quiere simplemente contar algo extraño, sino demostrar cómo
Dios, advirtiendo, ayudando e incluso castigando, interviene en las
situaciones concretas de la vida del hombre. Quiere mostrar que Dios no
es una hipótesis lejana, situada en el origen del mundo, sino que está
presente en la vida del hombre, de cada hombre.
Esta perspectiva del «biógrafo» se explica también a la
luz del contexto general de su tiempo: entre los siglos V y VI, el mundo
sufría una tremenda crisis de valores y de instituciones, provocada por
el derrumbamiento del Imperio Romano, por la invasión de los nuevos
pueblos y por la decadencia de las costumbres. Al presentar a san Benito
como «astro luminoso», san Gregorio quería indicar en esta tremenda
situación, precisamente aquí, en esta ciudad de Roma, el camino de
salida de la «noche oscura de la historia» (cf. Juan Pablo II, Discurso en la abadía de Montecassino, 18 de mayo de 1979, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de mayo de 1979, p. 11).
De hecho, la obra del santo, y en especial su Regla, fueron
una auténtica levadura espiritual, que cambió, con el paso de los
siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época, el
rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada
por el Imperio Romano una nueva unidad espiritual y cultural, la de la
fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De este modo
nació la realidad que llamamos «Europa».
La fecha del nacimiento de san Benito se sitúa alrededor del año 480. Procedía, según dice san Gregorio de la región de Nursia, ex provincia Nursiae.
Sus padres, de clase acomodada, lo enviaron a estudiar a Roma. Él, sin
embargo, no se quedó mucho tiempo en la ciudad eterna. Como explicación
totalmente creíble, san Gregorio alude al hecho de que al joven Benito
le disgustaba el estilo de vida de muchos de sus compañeros de estudios,
que vivían de manera disoluta, y no quería caer en los mismos errores.
Sólo quería agradar a Dios: «soli Deo placere desiderans» (Dial. II, Prol. 1).
Así, antes de concluir sus estudios, san Benito dejó
Roma y se retiró a la soledad de los montes que se encuentran al este de
la ciudad eterna. Después de una primera estancia en el pueblo de
Effide (hoy Affile), donde se unió durante algún tiempo a una «comunidad
religiosa» de monjes, se hizo eremita en la cercana Subiaco. Allí vivió
durante tres años, completamente solo, en una gruta que, desde la alta
Edad Media, constituye el «corazón» de un monasterio benedictino llamado
«Sacro Speco» (Gruta sagrada).
El período que pasó en Subiaco, un tiempo de soledad con
Dios, fue para san Benito un momento de maduración. Allí tuvo que
soportar y superar las tres tentaciones fundamentales de todo ser
humano: la tentación de autoafirmarse y el deseo de ponerse a sí mismo
en el centro; la tentación de la sensualidad; y, por último, la
tentación de la ira y de la venganza.
San Benito estaba convencido de que sólo después de
haber vencido estas tentaciones podía dirigir a los demás palabras
útiles para sus situaciones de necesidad. De este modo, tras pacificar
su alma, podía controlar plenamente los impulsos de su yo, para ser
artífice de paz a su alrededor. Sólo entonces decidió fundar sus
primeros monasterios en el valle del Anio, cerca de Subiaco.
En el año 529, san Benito dejó Subiaco para asentarse en
Montecassino. Algunos han explicado que este cambio fue una manera de
huir de las intrigas de un eclesiástico local envidioso. Pero esta
explicación resulta poco convincente, pues su muerte repentina no
impulsó a san Benito a regresar (Dial. II, 8). En realidad, tomó
esta decisión porque había entrado en una nueva fase de su maduración
interior y de su experiencia monástica.
Según san Gregorio Magno, su salida del remoto valle del
Anio hacia el monte Cassio —una altura que, dominando la llanura
circunstante, es visible desde lejos—, tiene un carácter simbólico: la
vida monástica en el ocultamiento tiene una razón de ser, pero un
monasterio también tiene una finalidad pública en la vida de la Iglesia y
de la sociedad: debe dar visibilidad a la fe como fuerza de vida. De
hecho, cuando el 21 de marzo del año 547 san Benito concluyó su vida
terrena, dejó con su Regla y con la familia benedictina que
fundó, un patrimonio que ha dado frutos a través de los siglos y que los
sigue dando en el mundo entero.
En todo el segundo libro de los Diálogos, san
Gregorio nos muestra cómo la vida de san Benito estaba inmersa en un
clima de oración, fundamento de su existencia. Sin oración no hay
experiencia de Dios. Pero la espiritualidad de san Benito no era una
interioridad alejada de la realidad. En la inquietud y en el caos de su
época, vivía bajo la mirada de Dios y precisamente así nunca perdió de
vista los deberes de la vida cotidiana ni al hombre con sus necesidades
concretas.
Al contemplar a Dios comprendió la realidad del hombre y su misión. En su Regla se refiere a la vida monástica como «escuela del servicio del Señor» (Prol.
45) y pide a sus monjes que «nada se anteponga a la Obra de Dios» (43,
3), es decir, al Oficio divino o Liturgia de las Horas. Sin embargo,
subraya que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (Prol.
9-11), que después debe traducirse en la acción concreta. «El Señor
espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos»,
afirma (Prol. 35).
Así, la vida del monje se convierte en una simbiosis
fecunda entre acción y contemplación «para que en todo sea glorificado
Dios» (57, 9). En contraste con una autorrealización fácil y
egocéntrica, que hoy con frecuencia se exalta, el compromiso primero e
irrenunciable del discípulo de san Benito es la sincera búsqueda de Dios
(58, 7) en el camino trazado por Cristo, humilde y obediente (5, 13), a
cuyo amor no debe anteponer nada (4, 21; 72, 11), y precisamente así,
sirviendo a los demás, se convierte en hombre de servicio y de paz. En
el ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada por el amor (5,
2), el monje conquista la humildad (5, 1), a la que dedica todo un
capítulo de su Regla (7). De este modo, el hombre se configura
cada vez más con Cristo y alcanza la auténtica autorrealización como
criatura a imagen y semejanza de Dios.
A la obediencia del discípulo debe corresponder la
sabiduría del abad, que en el monasterio «hace las veces de Cristo» (2,
2; 63, 13). Su figura, descrita sobre todo en el segundo capítulo de la Regla, con
un perfil de belleza espiritual y de compromiso exigente, puede
considerarse un autorretrato de san Benito, pues —como escribe san
Gregorio Magno— «el santo de ninguna manera podía enseñar algo diferente
de lo que vivía» (Dial. II, 36). El abad debe ser un padre
tierno y al mismo tiempo un maestro severo (2, 24), un verdadero
educador. Aun siendo inflexible contra los vicios, sobre todo está
llamado a imitar la ternura del buen Pastor (27, 8), a «servir más que a
mandar» (64, 8), y a «enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras
que con palabras» (2, 12). Para poder decidir con responsabilidad, el
abad también debe escuchar «el consejo de los hermanos» (3, 2), porque
«muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor» (3, 3). Esta
disposición hace sorprendentemente moderna una Regla escrita
hace casi quince siglos. Un hombre de responsabilidad pública, incluso
en ámbitos privados, siempre debe saber escuchar y aprender de lo que
escucha.
San Benito califica la Regla como «mínima,
escrita sólo para el inicio» (73, 8); pero, en realidad, ofrece
indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino también para todos los
que buscan orientación en su camino hacia Dios. Por su moderación, su
humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario
en la vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta hoy.
Pablo VI, al proclamar el 24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa, pretendía reconocer la admirable obra llevada a cabo por el santo a través de la Regla para la formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa, recién salida de un siglo herido profundamente por dos guerras mundiales y después del derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de su propia identidad.
Pablo VI, al proclamar el 24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa, pretendía reconocer la admirable obra llevada a cabo por el santo a través de la Regla para la formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa, recién salida de un siglo herido profundamente por dos guerras mundiales y después del derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de su propia identidad.
Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son
importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es
necesario también suscitar una renovación ética y espiritual que se
inspire en las raíces cristianas del continente. De lo contrario no se
puede reconstruir Europa. Sin esta savia vital, el hombre queda expuesto
al peligro de sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por
sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo XX,
como puso de relieve el Papa Juan Pablo II, provocó «una regresión sin
precedentes en la atormentada historia de la humanidad» (Discurso a la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura, 12 de enero de 1990, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 6). Al buscar el verdadero progreso, escuchemos también hoy la Regla de
san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje sigue siendo
un verdadero maestro que enseña el arte de vivir el verdadero
humanismo. S.S.BENEDICTOXVI
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