«Queridos: Eminencias, Beatitudes, Excelencias, hermanos y hermanas:
¡Con un corazón lleno de reconocimiento y de gratitud quiero agradecer
junto a ustedes al Señor que nos ha acompañado y nos ha guiado en los
días pasados, con la luz del Espíritu Santo!
FRANCISCO - BENEDICTO XI |
Agradezco de
corazón a S. E. Card. Lorenzo Baldisseri, Secretario General del Sínodo,
S. E. Mons. Fabio Fabene, Sub-secretario, y con ellos agradezco al
Relator S. E. Card. Peter Erdő y el Secretario Especial S. E. Mons.
Bruno Forte, a los tres Presidentes delegados, los escritores, los
consultores, los traductores, y todos aquellos que han trabajado con
verdadera fidelidad y dedicación total a la Iglesia y sin descanso:
¡gracias de corazón!
Agradezco igualmente a todos ustedes,
queridos Padres Sinodales, Delegados fraternos, Auditores, Auditoras y
Asesores por su participación activa y fructuosa. Los llevaré en las
oraciones, pidiendo al Señor los recompense con la abundancia de sus
dones y de su gracia.
Puedo decir serenamente que – con un
espíritu de colegialidad y de sinodalidad – hemos vivido verdaderamente
una experiencia de "sínodo", un recorrido solidario, un "camino juntos".
Y siendo “un camino" – como todo camino – hubo momentos de carrera
veloz, casi de querer vencer el tiempo y alcanzar rápidamente la meta;
otros momentos de fatiga, casi hasta de querer decir basta; otros
momentos de entusiasmo y de ardor. Momentos de profunda consolación,
escuchando el testimonio de pastores verdaderos (Cf. Jn. 10 y Cann. 375,
386, 387) que llevan en el corazón sabiamente, las alegrías y las
lágrimas de sus fieles.
Momentos de gracia y de consuelo,
escuchando los testimonios de las familias que han participado del
Sínodo y han compartido con nosotros la belleza y la alegría de su vida
matrimonial. Un camino donde el más fuerte se ha sentido en el deber de
ayudar al menos fuerte, donde el más experto se ha prestado a servir a
los otros, también a través del debate. Y porque es un camino de
hombres, también hubo momentos de desolación, de tensión y de tentación,
de las cuales se podría mencionar alguna posibilidad:
- La
tentación del endurecimiento hostil, esto es, el querer cerrarse dentro
de lo escrito (la letra) y no dejarse sorprender por Dios, por el Dios
de las sorpresas (el espíritu); dentro de la ley, dentro de la certeza
de lo que conocemos y no de lo que debemos todavía aprender y alcanzar.
Es la tentación de los celantes, de los escrupulosos, de los
apresurados, de los así llamados "tradicionalistas" y también de los
intelectualistas.
- La tentación del “buenismo” destructivo,
que a nombre de una misericordia engañosa venda las heridas sin primero
curarlas y medicarlas; que trata los síntomas y no las causas y las
raíces. Es la tentación de los "buenistas", de los temerosos y también
de los así llamados “progresistas y liberalistas”.
- La
tentacion de transformar la piedra en pan para romper el largo ayuno,
pesado y doloroso (Cf. Lc 4, 1-4) y también de transformar el pan en
piedra , y tirarla contra los pecadores, los débiles y los enfermos (Cf.
Jn 8,7), de transformarla en “fardos insoportables” (Lc 10,27).
- La tentación de descender de la cruz, para contentar a la gente, y no
permanecer, para cumplir la voluntad del Padre; de ceder al espíritu
mundano en vez de purificarlo y inclinarlo al Espíritu de Dios.
- La Tentación de descuidar el “depositum fidei”, considerándose no
custodios, sino propietarios y patrones, o por otra parte, la tentación
de descuidar la realidad utilizando una lengua minuciosa y un lenguaje
pomposo para decir tantas cosas y no decir nada.
Queridos
hermanos y hermanas, las tentaciones no nos deben ni asustar ni
desconcertar, ni mucho menos desanimar, porque ningún discípulo es más
grande de su maestro; por lo tanto si Jesús fue tentado – y además
llamado Belcebú (Cf. Mt 12,24) – sus discípulos no deben esperarse un
tratamiento mejor.
Personalmente, me hubiera preocupado mucho y
entristecido si no hubiera habido estas tenciones y estas discusiones
animadas; este movimiento de los espíritus, como lo llamaba San Ignacio
(EE, 6) si todos hubieran estado de acuerdo o taciturnos en una falsa y
quietista paz. En cambio, he visto y escuchado – con alegría y
reconocimiento – discursos e intervenciones llenos de fe, de celo
pastoral y doctrinal, de sabiduría, de franqueza, de coraje y parresía. Y
he sentido que ha sido puesto delante de sus ojos el bien de la
Iglesia, de las familias y la “suprema lex”: la “salus animarum” (Cf.
Can. 1752).
Y esto siempre sin poner jamás en discusión la
verdad fundamental del Sacramento del Matrimonio: la indisolubilidad, la
unidad, la fidelidad y la procreatividad, o sea la apertura a la vida
(Cf. Cann. 1055, 1056 y Gaudium et Spes, 48).
Esta es la
Iglesia, la viña del Señor, la Madre fértil y la Maestra premurosa, que
no tiene miedo de aremangarse las manos para derramar el aceite y el
vino sobre las heridas de los hombres (Cf. Lc 10,25-37); que no mira a
la humanidad desde un castillo de vidrio para juzgar y clasificar a las
personas.
Esta es la Iglesia Una, Santa, Católica y compuesta
de pecadores, necesitados de Su misericordia. Esta es la Iglesia, la
verdadera esposa de Cristo, que busca ser fiel a su Esposo y a su
doctrina. Es la Iglesia que no tiene miedo de comer y beber con las
prostitutas y los publicanos (Cf. Lc 15).
La Iglesia que tiene
las puertas abiertas para recibir a los necesitados, los arrepentidos y
¡no sólo a los justos o aquellos que creen ser perfectos! La Iglesia
que no se avergüenza del hermano caído y no finge de no verlo, al
contrario, se siente comprometida y obligada a levantarlo y a animarlo a
retomar el camino y lo acompaña hacia el encuentro definitivo con su
Esposo, en la Jerusalén celeste.
¡Esta es la Iglesia, nuestra
Madre! Y cuando la Iglesia, en la variedad de sus carismas, se expresa
en comunión, no puede equivocarse: es la belleza y la fuerza del 'sensus
fidei', de aquel sentido sobrenatural de la fe, que viene dado por el
Espíritu Santo para que, juntos, podamos todos entrar en el corazón del
Evangelio y aprender a seguir a Jesús en nuestra vida, y esto no debe
ser visto como motivo de confusión y malestar.
Tantos
comentadores han imaginado ver una Iglesia en litigio donde una parte
está contra la otra, dudando hasta del Espíritu Santo, el verdadero
promotor y garante de la unidad y de la armonía en la Iglesia. El
Espíritu Santo, que a lo largo de la historia ha conducido siempre la
barca, a través de sus Ministros, también cuando el mar era contrario y
agitado y los Ministros infieles y pecadores.
Y, como he osado
decirles al inicio, era necesario vivir todo esto con tranquilidad y paz
interior también, porque el sínodo se desarrolla 'cum Petro et sub
Petro', y la presencia del Papa es garantía para todos.
Por lo
tanto, la tarea del Papa es garantizar la unidad de la Iglesia; recordar
a los fieles su deber de seguir fielmente el Evangelio de Cristo;
recordar a los pastores que su primer deber es nutrir a la grey que el
Señor les ha confiado y salir a buscar – con paternidad y misericordia y
sin falsos miedos – a la oveja perdida.
Su tarea es recordar a
todos que la autoridad en la Iglesia es servicio (Cf. Mc 9,33-35), como
ha explicado con claridad el Papa emérito Benedicto XVI con palabras
que cito textualmente: “La Iglesia está llamada y se empeña en ejercitar
este tipo de autoridad que es servicio, y la ejercita no a título
propio, sino en el nombre de Jesucristo… a través de los Pastores de la
Iglesia, de hecho, Cristo apacienta a su grey: es Él quien la guía, la
protege y la corrige, porque la ama profundamente".
"Pero el
Señor Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio
Apostólico, hoy los Obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro …
participaran en este misión suya de cuidar al pueblo de Dios, de ser
educadores de la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad
cristiana, o como dice el Concilio, 'cuidando sobre todo que cada uno de
los fieles sean guiados en el Espíritu santo a vivir según el Evangelio
su propia vocación, a practicar una caridad sincera y operosa y a
ejercitar aquella libertad con la que Cristo nos ha librado'
(Presbyterorum Ordinis, 6)"
… "Y a través de nosotros –
continua el Papa Benedicto – el Señor llega a las almas, las instruye,
las custodia, las guía. San Agustín en su Comentario al Evangelio de San
Juan dice: 'Sea por lo tanto un empeño de amor apacentar la grey del
Señor' (123,5); esta es la suprema norma de conducta de los ministros de
Dios, un amor incondicional, como el del buen Pastor, lleno de alegría,
abierto a todos, atento a los cercanos y premuroso con los lejanos (Cf.
S. Agustín, Discurso 340, 1; Discurso 46,15), delicado con los más
débiles, los pequeños, los simples, los pecadores, para manifestar la
infinita misericordia de Dios con las confortantes de la esperanza (Cf.
Id., Carta 95,1)” (Benedicto XVI Audiencia General, miércoles, 26 de
mayo de 2010).
Por lo tanto, la Iglesia es de Cristo – es su
esposa – y todos los Obispos del Sucesor de Pedro tienen la tarea y el
deber de custodiarla y de servirla, no como patrones sino como
servidores. El Papa en este contexto no es el señor supremo, sino más
bien el supremo servidor – “Il servus servorum Dei”; el garante de la
obediencia , de la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al
Evangelio de Cristo y al Tradición de la Iglesia, dejando de lado todo
arbitrio personal, siendo también – por voluntad de Cristo mismo – “el
Pastor y Doctor supremo de todos los fieles” (Can. 749) y gozando “de la
potestad ordinaria que es suprema, plena, inmediata y universal de la
iglesia” (Cf. Cann. 331-334).
Queridos hermanos y hermanas,
ahora todavía tenemos un año para madurar, con verdadero discernimiento
espiritual, las ideas propuestas, y para encontrar soluciones concretas a
las tantas dificultades e innumerables desafíos que las familias deben
afrontar; para dar respuesta a tantos desánimos que circundan y sofocan a
las familias; un año para trabajar sobre la “Relatio Synodi”, que es el
resumen fiel y claro de todo lo que fue dicho y discutido en este aula y
en los círculos menores.
¡El Señor nos acompañe y nos guie en
este recorrido para gloria de Su Nombre con la intercesión de la Virgen
María y de San José! ¡Y por favor no se olviden de rezar por mí!».
(Traducción del italiano: jesuita Guillermo Ortiz y Renato Martinez)
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